La pregunta que falta (un internista en el cementerio)

Visitando a la familia.

Siempre me han fascinado los panteones. La casa que a mis hermanos y a mí nos acogió en la infancia hasta que dejamos el nido, estaba a media cuadra de uno de ellos. Los viajes al pueblo donde residía mi abuela para ir a visitar la tumba del abuelo difunto fueron una constante a lo largo de mi infancia. Guardo retazos de recuerdos de aquellos momentos, e incluso he mencionado que las memorias en mi infancia oficialmente empezaron el día en que aquel abuelo fue sepultado (tendría unos 5 o 6 años de edad). 

Mientras estábamos dentro, cada vez que acudía, observaba con curiosidad las lápidas, las formas, y los nombres, las fechas  de nacimiento y muerte de aquellos cuyos restos reposan ahí. Esto me servía para calcular la edad de la persona al momento del deceso (y compararla con la mía actual), mientras y, a la par, también me ayudaba en mi búsqueda de la tumba más antigua, así transcurrían mis visitas (ignoro si mis padres se daban cuenta de ello). 

Después, la llegada de la edad adulta me llevó a medicina y, a través de ella, mis ojos se entrenaron para ver las consecuencias que los hábitos nocivos diarios que las personas tenemos, provocan en el cuerpo. Estoy en una especialidad en dónde se convive a diario con la crudeza de la realidad.

El 2 de noviembre, día de muertos, acudimos como cada año al cementerio, no en el pueblo de aquella infancia, no con mis padres y hermanos, sino con mi esposa y su familia, aquí en Guadalajara. Sus bisabuelos, su abuelo materno y paterno, nos esperaban. Visitamos las tumbas, las limpiaron, se arrancó algo de maleza, rezamos y presentamos a todos ellos al más pequeño integrante de la familia que es mi hijo. Alguna fotografía, y después de una hora en el cementerio, partimos. 

Pero fue una hora que me puso a pensar, porque reviví aquel ritual de niño, aunque los ojos que observaban ya carecían de inocencia. Me empecé a preguntar muchas cosas.

Cada lápida me invitaba a imaginar la historia de su dueño a través de la edad calculada al momento de la muerte, junto con los mensajes que sus familiares inmortalizaron el día de la sepultura. Unos murieron muy longevos, otros antes de los 70 años y, el más joven que alcancé a descubrir, partió a los 36 años, en el 2014.

Sin duda, la tragedia abrazó a muchas familias a través de un accidente que llegó súbitamente pero, ¿Cuántos habrán muerto a causa de esos hábitos nocivos que provocaron la enfermedad final?

¿Cuántos murieron por un infarto? 

¿Cuántos habrán muerto por cáncer?

¿Cuántos murieron por diabetes?

¿Cuántos habrán finalizado su existencia con una hemorragia cerebral por hipertensión arterial sistémica?

¿Cuántos se suicidaron?

¿Cuántos tendrían decenas de kilos de más?

¿Cuántos se drogaban?

Así sucesivamente, me invadieron cuantiosas posibilidades. Hasta que de pronto resonó en mí la famosa frase tan mexicana que decimos cuando nos resistimos al cambio: «De algo me tengo qué morir». ¿Cuántos de los ya difuntos se habrán repetido lo mismo?

Porque, seamos honestos, los que somos católicos o creyentes consideramos que, al morir, nos espera una nueva vida en un lugar en dónde estaremos junto a los seres que amamos, pero también existen aquellas personas que no creen que eso ocurra, que lo que pasa en esta vida es lo que cuenta, que después de la luz de la existencia solo queda oscuridad y un sueño eterno, que vivir es una oportunidad única e irrepetible.

Sin afán de entrar en polémicas inútiles, ¿Qué pasaría si supiéramos con toda certeza que después de existir no hay nada más? ¿El «de algo me tengo qué morir» seguiría teniendo el mismo valor? O dicho de otro modo: aún cuándo hubiera otra vida después de esta, ¿Cómo sabemos que tiene características similares a la actual que tanto nos gusta? ¿Habrá alcohol? ¿Se comerá tan deliciosamente como aquí? (Espera, ¿Se comerá?).

Para bien o para mal, pienses como pienses en el más allá, es indiscutible que si no hay nada, este es tu único boleto (y es de ida) y, si existe otro plano, no hay certeza de cómo sea, qué se hace, cómo se disfruta, cómo es el tiempo allá, no, no hay una prueba tangible, por lo que todo se reduce a especular. Debido a esto, nuestra existencia rutinaria tiene que tener prioridad. Aquí hemos amado, respirado, degustado múltiples placeres y momentos, es un sitio irrepetible, está comprobado que nos encanta estar aquí, que nos encanta vivir.

De vuelta a mi ejercicio panteonero, quitando de en medio los posibles accidentes, me pregunté pues cuántas de esas muertes fueron debidas a una enfermedad mal llevada, así fuera porque en su momento no había ni tratamientos ni conocimiento, o lo hubo pero el paciente no hizo por mejorar, por cuidarse, por atenderse. Los sentidos mensajes de despedida de las familias tornaron más que conmovedor este ejercicio. En su lecho de muerte, ¿Cuántos desearían haber tenido una segunda oportunidad? 

Si analizamos las 10 principales causas de muerte en el mundo en el 2019-2020, encontraremos que hay al menos 6 en las cuáles hacer que disminuyan dramáticamente depende principalmente de nosotros (cardiopatía isquémica, evento vascular cerebral, EPOC, cáncer pulmonar, diabetes mellitus e insuficiencia renal), pero a pesar de ello las personas no parecen interesadas en hacer algo al respecto, y eso que ya las nuevas generaciones están más dispuestas a hacer ejercicio que sus antecesores.

Dicen que lo más seguro que tenemos es la muerte, pero yo estoy en desacuerdo, eso solo es cierto en parte. También, de acuerdo a nuestro modo de vivir, a nuestros ritmos y excesos, lo más seguro que tenemos es que el camino a recorrer para llegar a nuestro último momento, llegue ser muy espinoso. La trampa mental de que no saldremos vivos de este mundo, hagamos lo que hagamos, plantea una invitación muy peligrosa para seguir haciendo lo que llevará al desastre a muchas personas en los años por venir.

La mayoría de nosotros no morirá súbitamente. Podrán ser días de agonía; otros lo harán durante semanas o meses, todo dependerá del diagnóstico. ¿Y cuál será ese diagnóstico? Depende mucho de lo que estemos haciendo hoy. El tabaco nos lleva a infartos, enfisema pulmonar, amputaciones y, por supuesto, cáncer. La obesidad nos acerca a algunas cosas idénticas, además de diabetes, y así. ¿A qué se está acercando cada quién?

Cierto será que no saldremos vivos de este mundo, pero también es verdad que nos espera una factura final que hay que pagar antes de partir. Pocos tendrán un acceso VIP para irse súbitamente (y no quiero eso para mí).

«De todos modos nos vamos a morir», y «de algo nos vamos a morir», dicen, pero a estas dos aseveraciones yo les agregaría una última escala, la pregunta: ¿Cómo será mi último tramo hacia la muerte? Ese es el trípode que debe hacernos reflexionar, es la parte que podría darnos el equilibrio que nos ayude a buscar ayuda a tiempo.

Si eres consciente de que no estás en peso adecuado, pues hay qué buscar la manera de alcanzarlo. Si tienes diabetes, hay que controlar esa glucosa. Si fumas, hay que dejar de hacerlo, lo mismo si beber en exceso es un problema. Cada quién sabe cuáles son sus problemas prioritarios a resolver.

Y si no sabes cómo empezar a hacerlo, acércate con quien sí sepa, para eso existen los profesionales de la salud: Médicos, nutriólogos, instructores deportivos, etcétera.

Cambiemos paradigmas, agregando una simple pregunta, y tengamos las oportunidades que los ahora festejados, no tuvieron.

Dr. Luis Enrique Zamora Angulo.

Dr. Luis Enrique Zamora Angulo

https://doctorhumano.mx

Médico especialista en Medicina Interna desde el 2007. Realizo mi actividad profesional de manera privada en consultorio médico presencial y a través de asesorías médicas en línea, además de también laborar en el sector público, en el Instituto Mexicano del Seguro Social, desde el 2011. Divulgador médico desde hace 3 años, a través de las distintas plataformas digitales, y autor del libro "La guía definitiva para aprobar el ENARM", publicado y vendido en Amazon. Soy creador y anfitrión del podcast médico y canal de YouTube "Medicina ¡Para llevar!".

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