El Hospital General de Zona # 14 y la residencia de medicina interna

Siempre contaré que ocurrió en la cama 148 del piso 1 del hospital donde trabajo, en una cama que albergaba a una mujer de 82 años de edad, un ser humano desfalleciente en los últimos momentos que le quedaban de conciencia, y que antes de despedirse me entregó un episodio personal y profesional único, no había pasado por nada parecido. Francisca me tomó desprevenido.
El médico colecciona momentos, algunos dolorosos, otros felices o satisfactorios; somos un albúm ambulante que está lleno de postales que se han ganado un lugar en nuestros recuerdos, pero dentro de todos ellos, hay unos dorados como el oro y resplandecientes, su número es escaso y su valor, muy alto.
El piso 1 del HGZ 14 es ahora un sitio dedicado a la atención de personas con COVID19. Lo que antes era un piso abierto, con más movimiento humano, más colorido y ruidoso, hoy es hermético para casi cualquiera, ya no se encuentran en sus camas y entre sus paredes los padecimientos cotidianos de la especialidad, y solo el personal y los enfermos pueden estar ahí, el COVID lo cambió todo. Francisca tenía COVID19.
Llegó al hospital un jueves (algo así como el 31 de agosto) con molestias generales pero sobre todo con marcada dificultad respiratoria que inició a lo largo de ese día. Al llegar a urgencias se contempló el diagnóstico de COVID19 y como tal fue confirmado 24 horas después. Mujer de 82 años de edad e hipertensión arterial sistémica de 10 años de evolución, arrancaba su lucha con ese par de cosas en contra y una tercera determinante: no estaba vacunada.
Tras realizársele los exámenes generales, empezar a darle oxígeno y habiéndose procesado la prueba para COVID19 (que acabaría resultando positiva), la pasaron al piso 1, área que desde hace mes y medio abrió nuevamente sus puertas para recibir pacientes con diagnóstico confirmado o sospechoso de la enfermedad; ocurrió durante el 2020, y volvió a ocurrir en este 2021, no hubo de otra.
Mi turno empezaba y llegué a acomodar mis cosas mientras entablaba la acostumbrada plática con los médicos y becarios con los cuales coincido durante unos minutos casi todos los días, en el cambio de turno. Es una especie de ritual de desestrés que se da, un calentamiento antes de la carrera.
La médico matutina me comentó que en la cama 148 había una mujer de más de 80 años de edad la cual tenía mucha dificultad respiratoria y que en la mañana no había aceptado la intubación, siendo indudablemente candidata a ello. Me encargaron evaluar de nuevo el caso para tomar una decisión, y con eso en mente me empecé a colocar el equipo de protección personal, haciendo lo mismo el residente de anestesiología de primer año que me acompaña en la jornada covidiana (covidiana, no «cotidiana», aunque son lo mismo). Le comenté que era muy probable que tuviéramos que intubar, y aprovechó para cargar con los medicamentos necesarios para llevar a cabo el procedimiento.
Ya dentro del área, no perdimos tiempo y acudimos directamente a donde estaba Francisca. Era una mujer muy delgada, de esas que los años han hecho físicamente más pequeña, sus canas y las arrugas en su rostro y piel, inevitables, un cuerpo con una vida recorrida. Yacía de lado, recostada sobre su lado izquierdo.
Me incliné sobre ese lado de la cama y apoyando los puños cerrados sobre el borde, me presenté con ella y después le expliqué lo crítica que estaba su situación. A pesar del oxígeno a dosis máxima administrado a través de una mascarilla con reservorio, apenas y podía llegar a 86 %, lo que sumado a la clara dificultad respiratoria que tenía, a su edad y al día de evolución en que estaba según nuestras cuentas (8-9), me llevó a la conclusión de que las cosas no iban a terminar bien, ya lo he visto demasiadas veces. Era el final de su camino.
Se estaba ahogando aunque podía hablar entrecortadamente. Le propuse intubarla, a lo que tras pensarlo un poco y con la mirada puesta en mí, me preguntó si eso le dolería, a lo que contesté que no, que simplemente se iba a ir quedando dormida hasta que llegara el momento de intubarla y conectarla al respirador mecánico y así poder seguir atendiéndola, era una promesa el que no se daría cuenta de nada. Imagínate en este punto el grado de desesperación que ella tenía para no rechazar abiertamente la intubación; lo vemos frecuentemente, el COVID hace que muchas personas cambien de opinión, porque se sienten cada vez peor.
Me dijo que sabía que la mayoría de las personas que se intubaban no regresaban de nuevo, a lo que me quedé callado, pues ella tenía razón: la mortalidad del paciente crítico con COVID19 es alta, aunque también es una injusta manera de ver las cosas porque intubarse salva momentáneamente la vida y retira la sensación de asfixia que tienen los pacientes con enfermedad severa, misma que debe de ser horrible. Si un paciente requiere intubarse y no lo acepta, la muerte llega con toda seguridad, si acepta, tiene al menos una oportunidad más de recuperarse y seguir viviendo.
No lo pensó mucho, compró mi argumento; la convenció por fin dejar de lado la asfixia y me dijo que sí quería intubarse, que ya quería «irse». Yo seguía inclinado sobre el lado izquierdo de la cama en silencio, nos mirábamos fijamente. De pronto y sin esperarlo, numerosos pensamientos simultáneos me invadieron, porque su grave estado de salud contrastaba con la pasividad con la que abiertamente resolvió que ya era su momento, aunque cupiera la posibilidad de que no pudiera despertar de nuevo.
Me tomó completamente por sorpresa. No sé si eran los años de ventaja que tenía sobre mí y que la hacían ver las cosas de manera distinta, pero su entereza para decir «hasta aquí», removió en mí mucho. ¿Cuántos podríamos hacer lo mismo y tener el valor de decidir que es momento de detener nuestra marcha?
Pensé también que la descompensación respiratoria tan grande que tenía podría haberle facilitado la decisión (esto por la desesperación), pero sus maneras, sus ojos y su voz me indicaban otra cosa: la decisión era consciente. Los mecanismos que la hicieron llegar tan rápido a esa conclusión y cambiar su parecer respecto a la intubación, solo ella los supo.
No sé si sacó cuentas rápidas de su paso de 82 años por la vida, no sé si obtuvo un balance final sobre su relación con su esposo, hijos, nietos, bisnietos o hasta sus hermanos, desconozco si aprovechó el momento porque parte de ella quería estar ya con quienes la habían dejado desde hacía años, no lo sé. No sé si obtuvo un saldo favorable que la hizo sentirse en paz con la vida, con esa sensación del deber cumplido, la satisfacción de poder decir «gracias» y bajarse del tren, quisiera saberlo, pero no podré; a veces las cosas no dan para más.
Pero sigamos…
Con Francisca me faltaron las palabras y me sobró el silencio. A través de mis googles y mis lentes dejé de percibirla como una paciente y yo dejé de ser médico, por unos segundos solo quedaron de frente 2 seres humanos a punto de despedirse. Ella me vio como el doctor hasta el último momento, pero yo ya no me sentía así.
Desarmado, me invadió la ternura y sin pensarlo me vi tocando su mejilla izquierda que era la que estaba libre de la cama mientras le decía «que Dios la bendiga Francisca, que le vaya bien»; debajo del cubrebocas yo tenía un gesto de resignación y de emoción, pero Francisca me llevó más allá.
Cuando le deseé buen viaje, levantó la mano derecha haciendo la señal de la cruz frente a mi rostro mientras me decía «A usted también doctor, que Dios lo bendiga». Los ojos se me inundaron y empañándose completamente mi vista, no pude más y me salí del cuarto para reponerme en cuanto terminó de santiguarme.
Después de mi agradecimiento, Francisca se entregó de nuevo a su precaria situación, pensando sabrá Dios qué más, luchando por respirar. El residente de anestesiología empezó a preparar los medicamentos para sedarla y enfermería e inhaloterapia también hicieron lo suyo, faltaban pues solo unos minutos para que se sumiera en un sueño profundo y dejara de sufrir.

Ya más repuesto, regresé al cuarto con la guardia bien colocada y platiqué con ella un poco más, aunque solo fuera un par de minutos, quería extender el tiempo lo más que pudiera. Me dijo que tenía 5 hijos, que había tenido 8 nietos y que ya era bisabuela de 12 bisnietos. Había nacido en Veracruz y ya estaba próxima a cumplir 50 años residiendo en Guadalajara, así se resumió su vida. Ante mi sorpresa por tanto bisnieto solo me confirmó que era totalmente cierto.
El residente de anestesiología y el resto del personal tomaron posiciones y solo le dije que ya en unos momentos más no sentiría angustia, que la íbamos a dormir y después de eso todo quedaría en manos de Dios y de lo que nosotros pudiéramos hacer por ella. «Gracias doctor», fue lo último que dijo. El midazolam, el propofol y el rocuronio hicieron su trabajo y Francisca se sumió en un profundo sueño y sin complicaciones, se intubó. El ventilador mecánico programado con los requerimientos que se necesitaban se conectó al tubo traqueal y ella empezó «a respirar» tranquilamente, ya lejos de la desesperación que el covid19 le estaba causando, e incluso su oxigenación aumentó a niveles normales.
Todo el fin de semana estuve pensando en eso (recuerda que todo lo que te cuento ocurrió un viernes), y mantuve la esperanza de que ojalá su desenlace fuera distinto, que hubiera alguna mejoría, que pudiera aspirar a seguir viviendo, porque a veces el médico se despoja de la objetividad y se permite tener ilusiones, aunque la diferencia con el resto de las personas es que van acompañadas de un ancla de realidad que permanece oculta, en las sombras, lista para salir cuando el espejismo debe desvanecerse y así no lastimarse, así me pasó el lunes 6 de septiembre.
Cuando llegué, mi compañera del turno matutino me avisó que Francisca se encontraba muy grave, aunque moribunda o agonizante sería un término más adecuado. La frecuencia cardiaca, la presión arterial, la saturación de oxígeno y por supuesto, la evolución que tuvo desde un día antes a pesar de los medicamentos empleados y ajustes al ventilador, me indicaron que Francisca estaba a punto de morir. Me coloqué el equipo de protección personal y pasé al área COVID.
Confirmé todo lo que se me avisó en el cambio de turno y pocos minutos después murió, a las 14:35 horas. Su rostro adquirió el aspecto característico de alguien que ha perdido la vida, sin esa «chispa» que es palpable en los pacientes aunque se encuentren intubados. Recordé nuestra plática, sentí pesar por su partida y a mi manera y en silencio me despedí. No hablé de esto con nadie.
Lo último que pensé es que Francisca era otra vida segada por la pandemia, con otra familia doliente detrás de sí, mutilada, triste, que no pudo estar en los últimos momentos al lado de su más querido integrante pero, ¿Qué hacer? Son los daños colaterales de este momento histórico y triste que estamos viviendo: despedidas prematuras y amargas, donde abunda la soledad, y a pesar de todo, es lo que se tiene qué hacer, es lo correcto, por el bien del paciente, y por sus familiares.
Apagué las bombas de infusión de medicamentos, el propofol y el midazolam dejaron de entrar en sus venas; apagué el ventilador mecánico, el aire dejó de fluir. Desconecté el aparato del tubo traqueal, confirmé que eran las 14:35 horas y me salí del cuarto, tomé uno de los oxímetros portátiles y junto con el residente de anestesiología empecé a revisar a las personas que estaban internadas en el área. Me quedé con que Francisca ya no sufría.
Lo que ocurrió se ha convertido en uno de los 2 momentos más intensos que he vivido como médico (el otro aconteció en el 2006, durante mi residencia), y ya no me abandonará.
Adiós, Francisca, gracias por tanto.
Dr. Luis Enrique Zamora.
